I say
We're growing every day
Getting stronger in every way
I'll take you to a place
Where we shall find our
Roots Bloody Roots
Quince escalones que bajan. Dura realidad la de ser una escalera. Porque, hasta donde las investigaciones han avanzado, la escalera en sí misma no puede percibir si está hecha para bajar o para subir. ¿Cuál es su cometido principal, su sentido genético?
En este caso, con esta precisa escalera, es notorio que está construida para bajar. Es que en Hellraiser sólo se puede bajar, tal como las gotas de sangre que se filtraban bajo el tablón del piso en la célebre película de Clive Barker, para resucitar a Frank. De hecho, la película originalmente se definía como “algo de más abajo”, ya que iba a llamarse Sadomasochists From Beyond the Grave (algo así como Sadomasoquistas de Ultratumba), aunque extrañas fuerzas nombratorias terminaron llevándola hacia el ahora inconfundible título final.
Hellraiser es, en San Juan, como la panadería del rock, donde el pan caliente no sólo quema sino que además, pica. Enardece las comisuras.
Su definición geográfica es, en sí misma, toda una declaración de principios: frente al Centro Cívico y bajo tierra. Esto admite algunas analogías más felices que otras, como aquella que me sugería entre barbas ralas uno de los participantes del evento de aquella noche: sabiendo que enfrente atienden los funcionarios de Dios, es reconfortante pegarse un par de cervezas con los escribanos del infierno.

Afuera, sobre la superficie cruda, pavimento y alquitrán de Avenida Libertador y España, hacía frío. Frío de esos que se pegan como cinta scotch a la piel. De a poco, nos encontramos con algunos de los pibes que iban a tocar esa noche, contentos, adrenalínicos, despeinados. Conversamos animadamente, resistiendo el oso polar que nos lengüeteaba la oreja.
—Vamos, bajemos— se acerca Atilio, el baterista y mentor de Noosfera, tipo buena madre si los hay. —Ellos vienen con nosotros— Les dice a las gárgolas vivientes de la puerta.
Es de mala leche entrar sin pagar en estos lugares, donde las bandas que tocan van por la entrada, y la bebida se la deja el bueno del bar. Es un uso y costumbre pobretón, ventajero, arribista. Crónicas de la miseria.

Cuando bajamos nos pegamos a la barra, parados sobre el humo denso, líquido. En esta dimensión, fumar es un daño colateral aunque recomendado por los que saben. No hay “libre de humo” en el infierno. El humo es a por lo que uno va.
De la barra al escenario hay unos quince pasos. Sin zancadas largas, sin saltos. Quince pasos que en un rato se empiezan a llenar de lugareños del metal, malabaristas, curiosos y habitués. Quince pasos para un pogo entre tímido y vecinal, cordial y duro. Más parecido a los agarrones de boxeadores conocidos que a ritos de guerra.
Tres bandas tres. Arranca Mud como un power trío ajustado, respetuoso de los tiempos y las melodías. Donde melodía implica laburo, cerebro, calor. “Morir para vivir” recomienda desde el apretado ring de tablones, cuando el metal y sus hijos se levantan a bailar en el sótano. Death, Hardcore, Doom, Thrash. El espítiru de Max Cavalera y Soulfly dándose un baño de barro sanjuanino.
Seguido a esto suben Mahnruf y más tarde la perla negra del sótano, Noosfera.
Atilio, baterista del último trío se come el piso a palazos, le tira bombas a los parches y los metacarpianos le saltan de mano en mano.
Mientras la música mueve las neveras cabezales de los asistentes, la barra es la caldera del diablo. Cerveza en vasos donde uno puede darse un baño apurado en caso de necesitarlo. Fernet que promete decirte al oído algunos cuentos jodidos y desnudos. Un par de escotes con privación de género o escasez de algodón. Negro para las remeras, negro para los pantalones. El negro es el color del baile entre los muertos de buena salud que descansamos las espaldas en las transpiradas paredes.
Los soldados de esta noche conversan entre sí, animadamente. Generales con cabos rasos igualados por el amor a la música. Aunque amor sea una palabra que intentan evitar, con temor a ser devorados por el ánima de los que expelen el aire final antes de viajar algunos metros bajo tierra.
Esa noche volaron por allí entre tema y tema, teorías conspirativas del peronismo vernáculo, diatribas enceguecidas sobre la utilidad real del Guitar Hero para ser un buen violero, la necesidad de juntarse para hacer algo que deje huella socialmente, comparaciones de etílico fundamento respecto al estado del metal en San Juan y algunas viñetas sobre el matrimonio igualitario, en donde un célebre orador de la noche comentó, no sin ironía, “...en mi barrio, ahora hay algunos muchachos que se encariñan con otros muchachos. Son laburadores, buena gente. Hasta dan ganas de comerse un asado con ellos...”.

Durmiendo a pata suelta en un sábado la mañana
Soñaba que era Al Capone
Con rumores alrededor, tengo que irme de este pueblo
Que huele a pescado seco
Aquí viene la ley, tirando la puerta abajo
A llevarme una vez más
Con las agujas apoyando la cabeza de flecha en la cuatro de la mañana, los limpiantes de la tumba iban llamando a los zombies a salir a superficie nuevamente. Los animaban a recomponer el alma en jirones entre los carros de choripán del Parque, los panchos del Ferro Urbanístico, los lomos del Superdomo. A esa hora, el Contegrand está cerrado para un tour de artes plásticas.

Ahí mismo, dentro del triángulo conformado por la Legislatura, La estación San Martín y el sótano de Hellraiser, flotaba el recuerdo de “Stone Cold Crazy” de Queen versionado por Metallica, como la primera canción de thrash metal antes de que éste fuera inventado. No tanto por la letra en sí misma. Es que los chicos dedos de metal y ojos de fuego tienen un rato largo para seguir contando cuentos de magia, carne, ausencia y dolor.
La tierra se iluminará
Cuando los hombres acepten la vida impersonal.
Y no existirá otra ley
(Mas) que la íntima conciencia.
