Nacido en Italia, Antonio Beorchia Nigris se radicó en Argentina en 1954, y un poco más tarde en nuestro San Juan. Diez años después realizó el hallazgo de la llamada “momia del Cerro El Toro”, al que siguieron otros descubrimientos de santuarios de altura. Fue fundador del Centro de Investigaciones Arqueológicas de Alta Montaña y autor del fantástico trabajo “El enigma de los santuarios indígenas de alta montaña”, que publicó la Universidad Nacional de San Juan.
Su vida amerita todo un libro. Diez tomos de VLOV. Guardarse algunas montañas como sus novias. Por ahora, dejamos que él nos cuente de sí mismo.
Mi comarca
Nací en lo que sería un puesto de aquí, hoy en día, metido entre los bosques, los abetos, los pinos. Era de mi abuelo; tenía 6 vacas. Yo estaba solo, único niño, con mi abuelo y mi madre, que era soltera cuando nací. Después se casó, al estilo de hoy en día: primero tienen los hijos y después se casan.
Ahí me crié hasta que tuve que ir a la escuela, siempre en contacto con la naturaleza. No había agua corriente, ni luz, ni radio, ni teléfono, nada de nada; estábamos todo el tiempo con los animalitos. Mi abuelo me ponía una rana en el bolsillo, un saltamontes. Todo era mágico, muy lindo. Entonces, es lógico mi destino si fui bebiendo eso desde chico.
Viví, luego, en un pueblo muy chico. En aquel entonces tenía dos mil habitantes y quedaba a treinta kilómetros de Austria. Se llama Ampezzo Carnico. Hoy, ese pueblito tiene mil habitantes a duras penas. Es más grande, más hermoso, pero la gente se va o las mujeres no tienen hijos. El clásico problema que tiene toda Europa. Esos mil habitantes son todos viejos; de manera que si yo fuera por allá estaría justo a tono.



Me gusta la gente bien criolla que tiene algo para decirte
Cuando llegué a Argentina tenía 19 años, de manera que mi vida adulta la he pasado toda aquí y me he sentido sumamente bien. Me he identificado con San Juan, con el desierto. Fijate: de lo que son los Alpes, de aquellos bosques muy semejantes a lo que es Bariloche, he venido a este desierto. El desarraigo ha sido muy feliz.
Vinimos como inmigrantes, gratis, no pagamos ni un centavo hasta llegar a San Juan. Desembarcamos Buenos Aires, viajamos en el Augustus, que era un barco lindo en aquel entonces, de once mil toneladas, para pasajeros. Nos metieron en un edificio para inmigrantes. Y ahí fue donde conocí el mate cocido: nos lo dieron con el desayuno.
Eran unos galpones inmensos en el puerto. Y allí vi los primeros indios. Había coyas, bolivianos, de todo. Luego tomamos el tren, el San Martín, que ya no existe más, para llegar hasta aquí a la vieja estación... ¡36 horas para llegar a San Juan! Asientos de madera. Al pasar por San Luis una manga de langostas paró el tren porque empezó a patinar, como si anduviera sobre aceite. Así que ahí nos quedamos unas horas. Venía la máquina, llevaba un vagón por vez o dos y volvía. Allí fue donde tuve el primer contacto con los gauchos... ¡pero los gauchos de veras! Venían con el pollo, con el chivato colgando; me sentí muy bien. ¡Cómo me gustaba, che!

Somos conscientes de que nuestra modesta obra de aficionados, pronto perderá actualidad, gracias a las nuevas metodologías y enfoques de trabajo, como también a la más profunda especialización de los nuevos investigadores. De lo cual nos alegramos, pues intuimos en ellos nuestra propia continuidad. Las entregas del C.I.A.D.A.M. sólo pretendieron ser, a su tiempo, una gota de agua en el inmenso océano del saber humano. Ciertamente serán superadas, pero quizás no olvidadas.
San Juan por mi sangre
Estuve aquí desde el año 1954, pero todo comenzó desde mucho antes.
Italia estaba destruida todavía, especialmente la zona donde yo vivía, que fue ocupada por los cosacos durante diez meses. Estuvieron inclusive en mi propia casa. Les cuento algo: mi padre se había escapado, y estos cosacos hacían el papel de policía, como aliados de Hitler, cuando entró en la famosa avanzada sobre Rusia en la campaña de 1942. Eran más de quinientos mil soldados que había que mantener como prisioneros; aunque los hicieras trabajar, era difícil mantener tanta gente prisionera. Entonces se les propuso devolverles los títulos nobiliarios y sus tierras que poseían antes de 1917, de la Revolución bolchevique. Eran católicos ortodoxos que habían estado combatiendo el comunismo, y aceptaron. Los mandaron a mi tierra, eran cerca de ochenta mil soldados. Se trasladaron con mujeres y niños, en carretas viejas, gastadas. Trajeron con ellos la sarna, los piojos. Eran como los gauchos de acá, muy buena gente. Entonces, especialmente mi tierra, la Carnia (Friuli), sufrió mucho. Como ahí estaban los partisanos, Hitler nos cortó seis meses los víveres, para obligarlos a que se fueran o se rindieran. Menos mal que teníamos porotos, papas y polenta. Había esa economía de subsistencia, cosa que hoy no podría ser posible, porque ya no se trabaja la zona. Y cuando salió el famoso plan Marshall, en el que le brindaban ayuda a Italia y a Europa en general para que pudiese resurgir, Argentina hizo un convenio con Italia durante el primer gobierno de Juan Domingo Perón, por el cual le permitió a los italianos emigrar hacia Argentina. Pero debían ser braccianti, o sea, agricultores, gente de trabajo manual. Yo era estudiante en aquel entonces y estaba terminando un bachillerato; mi padre no era ingeniero, pero tenía cuatro años de facultad. Éramos gente de clase media y nos hicieron figurar como agricultores para poder emigrar hacia aquí. Pero había una condición: debía existir algún amigo o pariente en Argentina que garantizase tu subsistencia por un año ante el gobierno, por contrato.
Yo tenía acá en San Juan un tío, hermano de mi madre, así que él firmó y llegamos al poco tiempo.
Con el material de sus expediciones, don Antonio publicó El Enigma de los Santuarios Indígenas de Alta Montaña, libro que ganó en 1989 el premio Nacional Puma Argentino.
En 1998 publicó San Juan tierra de los Huarpes, declarado de Interés Legislativo. Es fundador y fue conductor del Centro de Investigaciones Arqueológicas de Alta Montaña, con el cual realizó investigaciones muy valiosas para nuestra historia.




Ordenanza categoría veinticuatro
Aquí, en Argentina, me hice desde foja cero. Venía con mi padre, mi madre y mi hermana, quien todavía vive. Empecé como peón de albañil y después, poco a poco fui adquiriendo experiencia, aprendiendo la lengua, empezando a escribir. Entré en la administración pública y trabajé cinco años en Buenos Aires, muy bien. Allí empecé como ordenanza, la última categoría, la veinticuatro. Siete años después ya era el Director de Recursos Naturales, de Parques y Paseos. Hay que estar. Cuando te metés dentro del sistema, después ascendés enseguida.
Yo, Montañés
En aquel entonces nadie sabía lo que era “Alta montaña”. Ni lo imaginábamos. Por eso creo que en el andinismo hemos sido realmente buenos. Teníamos todo virgen, no era como hoy en día. Estaba todo por descubrir en aquellos años. Había mapas malísimos, por lo que yo diría que más que andinistas nosotros éramos exploradores. Por arriba, por abajo. A una montaña primero había que descubrirla, saber que existía, que estaba ahí. Después, alcanzarla; luego, ver por dónde la subíamos.

Hoy, los muchachos tienen mucho mejor equipo, mucha mejor técnica. ¿Nosotros? No teníamos ninguna técnica, ¿quién nos iba a enseñar? Hoy hay bibliografía, mapas, Google ¿cuánto más? Los muchachos hacen mejores cosas hoy en día, pero si lo ponemos en los platos de la balanza, cada uno en su contexto, no tengo dudas de que estaríamos iguales.
Las búsquedas en la montaña normalmente duraban un día y nada más, no se podía más. A mí me tocó cavar, por ejemplo, en el Mercedario a seis mil quinientos metros, haciendo pozos de ochenta centímetros de profundidad. Allí te metías adentro de cabeza, no podías llevar herramientas. Claro que hay otros que tenían financiamiento y más tiempo, pero nosotros teníamos que pagar por las mulas, por todo. Y además, eran las vacaciones de uno, por lo que había que trabajar rápido. Normalmente, si la búsqueda era importante, podían ser dos días y nada más.
Personalmente hice muchísimas montañas. En el año 1958 hicimos el Pico Polaco, con el gran Sergio Fernández. Creo que fue en enero, el pico era virgen en aquel entonces. Era una torre brava de hielo y roca, de seis mil treinta metros. Nosotros íbamos con ropa común, equipo de milico, nomás. Zapatos que se hacían pedazos en una sola ascensión, soga de cáñamo. Y así lo hicimos. Llegamos arriba.
En esa expedición también venía Oscar Kummel (el que hacía teatro), Sergio Fernández, Yacante y yo. Oscar Kummel era muy buen escalador, no tenía techo, como se dice hoy en día. Pero a los cinco mil quinientos metros empezaba con las vomitadas y quedaba planchado ahí.
Aquella fue una subida muy brava. Salimos temprano, apenas clareando, y llegamos arriba a las ocho de la tarde. Dejamos la soga abajo porque ya no servía, se mojaba y pesaba una barbaridad; así que nuestro almuerzo fue una vitamina que me regaló mi cuñado. Llevaba zapatos con grampones de 6 puntas, muy pesados comparados con los de hoy. Esos eran de principio del siglo XX, de los milicos también. Se doblaban todos.
Yo por ejemplo, no sé nada de futbol, no sé si es cuadrada o redonda la pelota. Pero veo el entusiasmo de cuando están jugando, suponete un campeonato mundial, cuando sale la Argentina y los ves enfervorizarse, se posesionan. Eso es la alegría interior. Lo mismo se siente cuando encontrás algo que sospechabas; cuando vas cavando, cavando y de pronto... ¡uh! Una estatuita de plata.
Cuando llegamos a la base del Glaciar del Pico Polaco (aunque no tiene nombre ese glaciar), ya era de noche. Empezábamos a caer en los penitentes, tajeándonos. Paramos en un pequeño filo de roca y ahí tuvimos que pasar la noche, acurrucados. Uno estaba sentado y el otro de costado. Así pasamos la noche, sacándonos los zapatos y las medias, porque todo era sopa..

Cuando estaba en estas situaciones me pasaba lo de siempre. He vivido más de 50 años haciéndome el planteo “¿Qué carajo estoy haciendo yo aquí?”. Y volvía siempre pensando “no tendría que estar aquí yo...tendría que estar en la casa tomando una cerveza.”
Cerro El Toro y su deseada
El cerro El Toro es un macizo que alcanza los 6160 metros, está ubicado en la frontera argentino-chilena, entre la provincia de San Juan y la región de Atacama. Del lado chileno se encuentra dentro de la Reserva Nacional Huascoaltinos. Desde sus laderas desciende el río Valeriano en dirección al Pacífico. Es conocido por haber albergado un centro ceremonial inca. En 1964, un grupo de andinistas argentinos descubrieron en la cumbre el cuerpo momificado de un joven, conocido como La Momia del Cerro El Toro.
El cuerpo del sacrificado habría correspondido a un “chasqui” o mensajero de 18 a 20 años de edad, que llegó vivo al lugar y murió por causas que aún se siguen investigando.

Wikipedia asegura que la primera ascensión al Cerro El Toro fue realizada en al 1964, por Groch, Job, Crispin y Beorchia. Aún así, acudimos a la memoria de don Beorchia.
La memoriosa momia de Antonio
En el año sesenta y cuatro, hicimos el Cerro El Toro con Erico Groch, Sergio Gino Job -que ha muerto uno o dos meses atrás- y mi compadre Adán Crispín Godoy -que también murió. De los que fuimos en esa expedición me voy quedando solo.
Nacido en Italia, Antonio Beorchia Nigris se radicó en Argentina en 1954, y un poco más tarde en nuestro San Juan. Diez años después realizó el hallazgo de la llamada “momia del Cerro El Toro”, al que siguieron otros descubrimientos de santuarios de altura. Fue fundador del Centro de Investigaciones Arqueológicas de Alta Montaña y autor del fantástico trabajo “El enigma de los santuarios indígenas de alta montaña”, que publicó la Universidad Nacional de San Juan.

Íbamos subiendo y en un momento vimos que estábamos debajo de un muro, que se destacaba contra el cielo. Uno va trepando por el filo y al encontrarse con eso se pregunta ¿cómo un muro? ¿Qué clase de cerro es éste? Los muros no se hacen solos. Llegamos y había una plataforma, creo que tenía siete por doce pasos. El eje mayor era el sur y empezamos a discutir entre nosotros. “¿Habrán venido los indios?”
Cerca, a tres metros, había un círculo de piedra y una cosa blanca ahí “¿y esto?”, pensé. Creí que era un huevo de avestruz, pero grande. Don Erico, que estaba conmigo, tenía un problema de artrosis en la cadera, por lo que no podía agacharse a trabajar en el suelo. Entonces yo era joven todavía, tenía unos veintinueve años. Me agaché, tiré del huevo y no podía aflojarlo, no había caso. Saqué las piedras y me tiré de panza para ver qué era, y ahí me dio una descarga eléctrica: era una cara que me estaba mirando. Me espanté. Al día de hoy todavía me acuerdo. Fue terrible, son impresiones que no te pasan nunca.
Le digo a Erico “¡che, un indio!”; “Ah, sabía que había algo aquí”, me contestó, porque ya había estado antes y había aprendido algo. Entonces fue cuando saqué la momia y después vino todo el lío que conocen. Es muy larga la historia: batallas campales entre el gobierno, el diario, los rotarios, fue terrible. Eran todos dueños después del hallazgo. Todos querían protagonismo. Recuerdo que al pobre don Erico lo echaron del Club Andino, cosa que no me gustó nada.

En ese entonces habían quedado peleando la posesión de la momia el Club Andino y el Gobierno de la Provincia de San Juan, quienes ahí nomás sacaron el decreto de que era propiedad de la provincia. Pero ¿de dónde lo sacaron? No había ninguna ley, nada. Así son las cosas.
Acto seguido llegaron los del Rotary, luego los sanmartinianos. Ya no recuerdo muy bien. Finalmente la idea era hacer una expedición conjunta, capitaneada por el gobierno de la provincia, para ir al rescate de la momia. Yo la saqué y la volví a dejar donde estaba. La tapamos con piedras y bajamos solamente algún capacete, algunas cosas para demostrar que la habíamos encontrado. Y, no me olvido, la foto. Al día de hoy sigue siendo una buena foto. Llevaba un rollito Ferrania color, con esa maquinita que le ajustás la distancia, dos o tres velocidades y nada más.

Después del hallazgo, me volví a trabajar a Buenos Aires. En San Juan seguían en plena batalla por la expedición, hasta que finalmente don Francisco Montes del Diario de Cuyo, puso de su bolsillo y mandó un grupo de periodistas entre los que estaba Roy Kirby.
¿Viste? Eso no existía antes. En San Juan no había una minera que no te dejaba pasar. No sé si en el caso de propietarios será legal o ilegal, porque si es su terreno puede decir “sí” o “no pasen”. Pero hay un derecho de servidumbre que tiene siglos. No podés decir, en 200.000 hectáreas “Nadie pasa por aquí”.
Ante los hechos consumados, de adelantarse por su cuenta, se armó el barullo, la denuncia, la patrulla policial. A mí me mandaron a llamar a Buenos Aires; me trajeron, primera vez que viajé en avión. Llegué aquí a San Juan y empezamos a ir de atrás. Teóricamente todo lo iba a preparar el Gobierno de la Provincia, pero no había preparado nada. Llegamos allá, a la Mina de Fierro, y no había caballos, no había mulas, no había nada. Menos mal que habíamos llevado unas monturas, por lo que volvimos a la altura del Arroyo de las Piedritas. Para entonces ya habían mandado del Gobierno de la Provincia tres o cuatro caballos, aunque eso no alcanzaba para nada. Arriamos una tropilla que encontramos suelta -vaya a saber de quién sería- y nos la llevamos.

Así anduvimos ese día como treinta kilómetros a caballo, al galope. Volvimos a la Mina de Fierro por la noche. Llevábamos un padrillo, recuerdo, en la tropa. Era un tobiano. Hermoso animal, pero de noche se mandó a mudar y se llevó a todos los caballos. Nos quedaron solamente tres o cuatro, por lo que después de eso, toda la gente que nos acompañaba tuvo que quedarse. Seguimos Sergio Fernández, el Pachacho Varas, el gran baqueano Anibal Vega y yo. Después de un tiempo de andar, nos encontramos con los otros. Ellos venían y nosotros íbamos; ellos iban armados y nosotros también. “Andá adelante vos” me decía el Coco Fernández. “¡Andá vos! Ponete así en fila.” Todos en fila india, porque si mataban a uno mataban a todos. Cuando finalmente nos juntamos, fue una reunión muy cordial, hermosa. Nos convidaron asado, vino, nos abrazamos. Ellos llegaron a San Juan y nosotros seguimos y subimos otra vez el Cerro El Toro y terminamos de sacar todo lo que habían dejado. Porque ellos querían la parte periodística, no les interesaba la parte arqueológica.
Luego regresamos aquí a la ciudad y vino toda la debacle. Publicaban algunos artículos que nos ponían por el piso, tomándonos en forma sarcástica. Con el tiempo volvimos a ser amigos con Erico, por lo menos yo personalmente. En el Club Andino no, nunca más. Fue una larga sucesión de historias.
Creo que ahí fue donde empezó el tema de la arqueología de alta montaña. Don Erico se quedó con que había encontrado la momia del Cerro El Toro. Yo no me quedé con nada de eso. Yo me preguntaba “¿Qué es lo que hacía este indio allá arriba? ¿Qué es? ¿Por qué estaba con la cabeza afuera? ¿Por qué esa plataforma?” ¡Y empezaron las preguntas! Éstas se multiplicaban en forma geométrica y las respuestas en cuentagotas. Hasta el día de hoy.
“Los sanjuaninos ni siquiera tenemos que esgrimir el tema del turismo, de la pesca o de la belleza del paisaje, tenemos que esgrimir el tema de nuestra agua, nuestra agua es sagrada, no se puede tocar, ni siquiera un metro cuadrado.”
“No estoy en contra de la minería, es necesaria, es indispensable para la vida moderna, da vida a mucha gente; pero hay cosas intangibles, sagradas, que no las puede tocar nadie, a los glaciares no los puede tocar ninguna empresa”.

1Cosaco: se refiere a una persona perteneciente al antiguo pueblo nómada, guerrero por excelencia y gran amante de la libertad, que se estableció de forma permanente en las estepas del sur de lo que es actualmente Rusia y Ucrania, aproximadamente en el siglo X. Los cosacos fueron conocidos por su destreza militar y la confianza que tenían en sí mismos. El nombre deriva posiblemente de la palabra túrquica quzzaq, “aventurero”, “hombre libre”.↩
2El braccianti es el trabajador golondrina que participa de las cosechas en períodos cortos de tiempo, ante determinados picos. Hoy en día se han extendido ampliamente sólo para los cultivos que requieren de altos costos laborales (por ejemplo, las aceitunas o las flores).↩
