Knockin’ on Heaven’s Door

©VLOVEstudio a Pedal

Mamá, quitame esta insignia

No puedo usarla más

Se está poniendo oscuro, muy oscuro para ver

Siento como si estuviera golpeando las puertas del cielo

Golpeando las puertas del cielo

Mamá, poné mis armas en el suelo

No puedo dispararlas más

Esa nube negra y fría está bajando

Siento como si estuviera golpeando las puertas del cielo

Mama takes this badge from me

I can't use it anymore

It's getting dark too dark to see

Feels like I'm knockin' on heaven's door

Knock-knock-knockin' on heaven's door

Mama put my guns in the ground

I can't shoot them anymore

That cold black cloud is comin' down

Feels like I'm knockin' on heaven's door

Bob Dylan.

“Knockin’ on Heaven’s Door” es una canción compuesta por Bob Dylan para la banda sonora de la película de 1973, Pat Garrett y Billy The Kid, dirigida por Sam Peckinpah. En 2004, fue votada como la canción número 190 por los representantes de la industria de la música y prensa en la revista Rolling Stone, como parte de Las 500 mejores canciones de todos los tiempos.

Mucho antes de la intervención de Hollywood y la guitarra folk de Dylan, existió un joven con una vida corta, tremenda, que construyó su propio fin del mundo sin esperar al 2012 y los mayas.

En la leyenda, Billy the Kid se ha descripto como un asesino cruel y despiadado. Un bandido que murió a la edad de veintiún años, no sin antes levantar el caos en el territorio de Nuevo México, Estados Unidos, circa los finales de la década del 1870. Se dijo (sin comprobar) que “se llevó la vida de veintiún hombres, uno por cada año de su vida; el primero cuando tenía tan sólo doce años de edad”. También que “él era un rebelde sin causa que mató sin razón más profunda que ver a sus víctimas morir”. Estas y muchas otras acusaciones de actos crueles son ejemplos del mito de Billy the Kid. En la realidad, todo parece ser que el pibe no era el asesino de sangre fría que ha sido retratado con el paso de los años y el crecimiento del mito, sino un joven que vivía en un violento mundo donde cada uno cuidaba su trasero peleando, y donde saber cómo usar un arma de fuego era la diferencia entre la vida y la muerte. Cuando se intenta hoy entender la historia de un hombre, se debe tener en cuenta que cada cual vivió una época, un momento, muy diferente al de uno. Tal fue el caso de Billy The Kid y es el de miles de seres humanos contemporáneos, en submundos sin ley y en un ámbito corrupto. Por lo que aplicar la moral circunstancial desde lo, también circunstancial, mullido de un sillón en nuestras casas, puede ser un ambiente incompleto para entender la historia de cada uno

También en una casa, probablemente circunstancial, cada mañana, cuando Juan Francisco Zaá se levanta, se afeita, desayuna con su esposa y su hijo y se toma el colectivo para ir a su trabajo, recuerda los dos “finales del mundo” de su vida. Ninguno espectacular, cinematográfico. Los dos reales. Es que el mundo termina cuando no percibo nada más de él, no cuando a él se le ocurre. Y a veces somos pequeñas réplicas imperfectas de Dios, creando y destruyendo universos propios y ajenos, al paso. El primer final de Juan fue cuando abandonó su estado de hijo adolescente “normal”, con un padre trabajador y honesto, y decidió dedicarse al delito; el segundo, cuando después de diez años de robar, caer preso, volver a robar y volver a caer preso, decidió que ya no deseaba vivir de ese modo. “Fueron dos fines del mundo, cada uno a su tiempo”. Ahora, con 36 años de edad –de los cuales estuvo diez en calidad de preso- asegura vivir su vida “decente”, con algo más que decencia: “con coherencia, con no traicionar mi modo de ver las cosas”.

La historia delictiva de Juan Francisco – y su posterior de reinserción - no es muy conocida en su Mendoza natal: por más que algunos de sus hechos fueron reflejados en la prensa, su nombre nunca alcanzó la popularidad que sí logran otros delincuentes. Su perfil muy bajo –que cultiva hasta el día de hoy- puede que tenga que ver con eso de no “sobresalir” ni siquiera a la hora de delinquir.

En su casa llena de plantas y adornada con varias bibliotecas en Ugarteche, Luján de Cuyo, donde vive con su padre, su esposa y su hijo que acaba de nacer, Juan Francisco sonríe y toma mate ante extraños visitantes que van por su historia de renacimiento, envuelto en eso que se puede definir como “paz interior”. Es de esos ex convictos a los que no les da vergüenza hablar de su pasado “si es que esto sirve de algo, para que chicos que están como yo estuve alguna vez, sepan que no hay que hacer lo que yo hice”.

Su aspecto no es el del preso común que puebla las cárceles argentinas y que pareciera ir al mismo peluquero que todos y vestir del mismo modo. “Nunca, ni cuando estaba en la cárcel, me prendí a la moda tumbera; era mi modo de demostrar que era distinto; por ejemplo, tengo muy pocos tatuajes”.

Y la palabra “tumbera” encierra en sí misma un significado muy fuerte: muerte, tumba, enterrado, final.

A la edad de quince años, el entonces estudiante del secundario Juan Francisco Zaá vivía con su padre, los dos solos. “Mi viejo laburaba todo el día y yo solamente iba a la escuela. Estaba solo buena parte del día y no tardé en caer en la de muchos: creer que era mucho más piola juntarse con los “capangas” del barrio a tomar cerveza por las tardes que, por ejemplo, estudiar. Parece trillado pero una cosa lleva a la otra y en menos de dos meses con esos nuevos amigos ya participé en el robo a una casa. Pensé que era muy fácil hacer dinero de ese modo y como era chico, tampoco medía las consecuencias. Mi principal problema era mentirle a mi viejo acerca de dónde sacaba la plata para comprarme ropa de marca ya que él no me daba tanto dinero”.

Al cabo de unos meses, Juan Francisco no sólo abandonó la escuela, sino también su casa. Se fue a vivir cerca de su padre, a lo de uno de esos amigos nuevos “que eran un poco más grandes que yo”, y que solamente se dedicaban al delito.

Por aquellos años, en plena década del 90, Juan Francisco recorrió el país –“un sueño que siempre había tenido, el de viajar”- pero lo hizo en calidad de asaltante. “Sí, cometimos hechos en Córdoba, Buenos Aires, Catamarca, Tucumán: todos con suerte porque al menos a mí no me agarraron, y además, era menor de edad”.

Alejado del cliché moralizador y hollywoodense acerca del joven que recorre el camino del héroe, ese que llega al fondo del pozo y a comer de su propia mierda para después renacer y comenzar a hacer “todo bien”, Zaá opina que la decisión de llegar al fin del mundo del delito –o de cualquier problema que uno tenga- está básicamente en uno mismo.

“A mí me salvó el hecho de comenzar a estudiar en la cárcel. Allí tenés todo el tiempo del mundo y en realidad el que no estudia es porque no quiere; hay muchos planes para hacerlo y había que ver por qué la mayoría de los detenidos prefieren no hacerlo. Igualmente, eso no quiere decir que crea que las políticas penitenciarias de reinserción en la Argentina ayuden demasiado a un preso. Yo, además de terminar la secundaria (donde salí abanderado), comencé a asistir a un taller literario que daba un tal Leo Martí, donde tuve acceso a clásicos como Borges y Cortázar, que me dieron un nuevo concepto de la libertad. Con las primeras salidas transitorias me inscribí en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNCuyo”.

A Juan Francisco, el mentado click en la cabeza, aquello que te indica que ha llegado tu fin de época y que no cabe otra que cambiar para salir, le llegó en lo que fue su última detención en una comisaría de Las Heras, al norte del Gran Mendoza, donde fue a parar después de un atraco frustrado. Cuando los policías se enteraron de que, amén de un ladrón pescado, era un fugado de la cárcel, se ensañaron más con el aprehendido: “total, es un rata”. “Un rata” en el razonamiento que suelen elaborar los uniformados en este tipo de casos.

“Aquella última vez que estuve fugado y me agarraron, fue que hice lo que denominan el click. Recuerdo perfectamente que terminé en el piso del calabozo de la seccional 16 de Las Heras antes de que me enviaran a prisión de vuelta. Hacía mucho frío y me habían golpeado bastante, tenía la ropa sucia y el lugar estaba oscuro. Con la idea de que me quedara parado, es decir, que no me sentara ni acostara, a cada rato venía un oficial con un balde de agua y mojaba la pequeña celda; pero en un momento, también comenzó a mojarme a mí. En ese momento me dije: ‘Hasta acá llego, no quiero saber más nada con este tipo de vida’”.

Para Dostoievski, ningún delito individual puede compararse con la crueldad de la pena carcelaria, esa sofisticada venganza asumida por el Estado. “La primera vez que leí esa frase, justamente en la biblioteca del penal, comprendí que si bien la frase tenía mucho de verdad, no podía hacer demasiado para cambiar esa idea. En la cárcel el tiempo se detiene y se siente que la vida se va con cada día de encierro, desperdiciada. La noción de libertad adquiere allí una dimensión distinta. Por ejemplo, lo primero que hice cuando salí en la primera condicional, fue ir al centro de Mendoza. Llevaba un poco de dinero y me senté en la mesa de un bar, en la vereda; me pedí un café porque sólo para eso me alcanzaba. Cerré los ojos para potenciar los otros sentidos como el olfato y el oído: podía oler el aroma de la ciudad con sus autos y colectivos y el del café caliente que me acababan de traer; escuchar el ruido de tanta gente conversando por la calle y también el de los motores de los vehículos”.

Hay además una cierta idea romántica acerca de la vida los presos, de la “calle” que adquieren aquellos que estuvieron privados de su libertad, muchas veces alimentada desde los medios.

“En verdad, si es más vivo aquel que se mete a robar y que cree que por eso es mejor que el que trabaja normalmente y se gana la vida con su propio sacrificio, algo anda mal. En prisión uno tiene tiempo para dar vuelta esa ecuación y razonar: ‘si soy tan groso, ¿por qué estoy acá preso en una cárcel de mierda?’. Se me hace que ese modo de pensar está vinculado con –como dice el tango- : mis veinte abriles me llevaron lejos, locuras juveniles, la falta de consejos…”.

Hoy, Juan Francisco asegura haber dado con esa paz que –ni siquiera él lo sabía- tanto buscaba. Cada mañana, mientras se afeita para ir a su trabajo en la Municipalidad de Luján para cumplir con sus ocho horas, trata de valorar lo que tiene y dónde está; y lo compara con lo que tuvo -“nada, no tenía nada”, y en qué momento de su vida se encuentra ahora.

Algunos teóricos establecen que el éxito del sistema penitenciario es la reinserción social. Otros, más románticos, establecen que el éxito de una sociedad es evitar que se llegue a delinquir. Mientras tanto, ahí está Juan, el Juan real, reconstruyéndose cada día. Pintando su capilla Sixtina. Dándole la mano a su mayor obra diaria: haber trompeado al monstruo flaco y desgarbado de su final anticipado y tirarle los dados a la vida de nuevo.

Oh que será, que será

Que todos los avisos no van a evitar

Porque todas las risas van a desafiar

Y todas las campanas van a replicar

Porque todos los signos van a consagrar

Porque todos los niños se habrán de zafar

Y todos los vecinos se irán a encontrar

Y el mismo padre eterno que nunca fue allá

Al ver aquel infierno lo bendecirá,

Que no tiene gobierno, ni nunca tendrá

Que no tiene vergüenza, ni nunca tendrá

Lo que no tiene juicio

Qué seráChico Buarque

Recuerdo perfectamente que terminé en el piso del calabozo de la seccional 16 de Las Heras antes de que me enviaran a prisión de vuelta. Hacía mucho frío y me habían golpeado bastante, tenía la ropa sucia y el lugar estaba oscuro.

En verdad, si es más vivo aquel que se mete a robar y que cree que por eso es mejor que el que trabaja normalmente y se gana la vida con su propio sacrificio, algo anda mal. En prisión uno tiene tiempo para dar vuelta esa ecuación y razonar: ‘si soy tan groso, ¿por qué estoy acá preso en una cárcel de mierda?