Al chicharrón
Lo conocí de ñiñito
Con las hondas en el cuello
Y los álamos del callejón
Me lo presentó una semita
Flaca, morena, cobarde
Que en el yerbiao de la tarde
Cuando se vio naufragar
En batallado desgrane
Créanme, no les miento
Me hizo del té, cemento
Y no lo pude ni tomar
Nos arrincona una anciana, sus manos y sueños. Su vida, amplia de ojos, simple, sin dueños. Se arregla con poco: un horno, una mesa, los perros, los niños. El instante próximo, el paso que sigue. Nada suntuoso, soplo de tierra. Vocación de valle, de agua siestera. De plantas que le hablan. De Dios que la acuesta. Semitas hundidas en el té. Corazón de semita. Gordo, rendidor, caliente, calmahambre. Mujer henchida de mate. Corazón de semita. Semita de Dios. Corazón que crece. Semitas corazón. Y Dios, que la mece.
Doña Francisca Inocencia González amasa. La masa le llena las manos y el tiempo y la boca de palabras. El piso es de tierra por adopción, por costumbre y posibilidades. En ciertos lugares, adonde la modernidad y el dinero no sacan boleto a menudo, el piso de tierra no es romántico, ni apropiado para andar en patas, ni tampoco elección de vacaciones para desconectarse del trajín frenético del año. El piso de tierra es lo que se puede, porque no se tiene otra cosa para abrigarlo.

Cortinas para separar los corazones y las pieles, de los pibes y de los grandes. El televisor como ventana, como salto a lo urbano. La heladera, la cocina. Lo elemental y los elementos.
La escuela no forma parte de sus memorias, porque no hubo tal evento en su vida. Ni hubo lectura temprana, ni sobreestimulación de niña. Francisca no lee, y no es un problema de vista.
Antes de empezar a templar la masa, en domingo temprano de zonda y sol espanta bichos, recibe al cura del lugar, para una breve misa en su hogar. En las afueras de Caucete, Dios atiende a domicilio.
Francisca comulga, despide al padrecito, y se lava las manos con un frenesí propio de neurocirujano.
En un fuentón, generoso, como para lavar la ropa y sus secretos, acomoda dos paquetes de harina, levadura, salmuerita y la grasita. “La grasita tiene que estar tibia, porque calientita se cocina la levadura, ¿vio?”, aclara Francisca y nosotros asentimos, que es lo único que puede hacer un grupo de prófugos fantasmas de la ciudad. Bah, de un poco más al centro.
Mezcla, amasa, mezcla, reparte y acomoda. Como masajes. Como desordenando las partes y generando nuevas materias. “Hay que darle puñaditas”, nos dice, que es el acto de apretar el puño contra la masa, reventando entre los dedos las ánimas perdidas que circunvuelan la Difunta Correa, unos kilómetros más arriba. Soba, Francisca, soba.
Aparecen entonces los chicharroncitos, esa grasa cocida, salada, munición animal. No hay semita sin chicharrón, como no hay luna sin cráteres, Júpiter sin anillos y hueso sin perro. Los volea sobre la masa y soba, Francisca, soba.
Los perros y los gatos, dueños efectivos de la casa, merodean percibiendo atentamente que no somos de acá. Ni de ellos. Ni como ellos. Portamos olor a sintéticos. Y no es por síntesis, sino por urbanos.
La masa, ya serena de las mareas de Francisca, salta a una bolsa de nylon, se envuelve en un mantel y va a parar al sol. Al rayo del sol. Ese del infierno, de los ultravioletas, del bloqueador. “Hay que dejarlo media hora para que liude”. En la boca de Francisca “liude” es leude, como “liuda” es levada, aunque calor es calor.
En el entretiempo leudante, pateamos la tierra arcillosa, polvorienta, arbustiva. Su nieta sale de la casa y corre un poco, nos mira y vuelve a correr. Nadie habla mucho, nadie pregunta lo que no podría entender. Conviven, porque con eso entienden. Convivir con la masa es entenderse a uno mismo. Secretos, frustraciones, alegrías y cuentos mezclados con elefantes de masa de semita.

“Cuando la masa está bien liuda, se arman las semitas y se meten al horno”. Y dibuja las semitas con las manos, rompe el orden perentorio de la masa, su reposo escaso. Epiloga la masa, en párrafos con forma de palmas de mano.
Enciende el horno chileno – esos tachos de doscientos litros recostados sobre uno de sus lados y espacio abajo para el fuego. “Estos se calientan más rápido que el de barro”, justifica. Y el horno caliente, calienta. Como es su destino irrevocable y unívoco. El horno. Ese infiernito para enderezar penas de harina. Aunque, a veces, Doña Francisca sale a buscar ramas secas en el medio de su Sahara doméstico para apurar el fuego.
Quince o veinte minutos más tarde, las semitas gritan listo a pura señal aromática.
El tiempo no es de reloj, es de color. Cuando la masa está dorada, cuando la piel de la harina dice basta, se pueden sacar.
Doña Francisca quiere regalarnos las semitas cuando nos vamos. Ya nos ha regalado demasiado, aunque no se da cuenta.
Francisca
Las manos
Los ojos
La mujer y la masa
Una mujer y los ojos
y sus manos
La cosa
El infierno
Los niños
Los gritos
La madera
El piso
El cuero
La grasa
El horno
El agua
Los anillos
El invierno
El hambre
La espalda
El mate
El perro
El pañuelo
La puerta
El compañero
La mañana
Lo temprano
Compañía
La boca
Pensar en nada
Pensar en todo
El barro
Las creencias
Dios
La ciencia
Carnavales
Cucharas
La siestita
La semita
