- ¿Ves eso en la pantalla?
- No, el puntito ese apagado. O negro. Es un pixel quemado.
- Con la mugre que tiene la pantalla, cualquier cosa parece un puntito negro.
- En serio, ¿Lo ves o no?
- ¿Estás jugando al Pac-Man? Estas muerto, man. Falta que te pongas con el Space Invaders...
- Nunca pude superar mi infancia gamer.
- La infancia no se supera. Es el escudo para bancarse el mundo adulto, tan 3D.
Empecemos por el pixel. Así como en la geometría la mínima figura posible de representar es un punto, en una pantalla es un pixel. Un insípido y poco complicado cuadrito pintado de un solo color que al juntarse con otros tantos de su misma especie, da el aspecto de un cuadrado más grande y quién sabe, quizás hasta una figura. En el inicio de los tiempos, todos los videojuegos se hacían utilizando estos principios: un cuadrito, muchos cuadritos, una figura.
Cuando los video juegos vieron la luz (que es prácticamente cuando yo vi la luz), la tecnología permitía muy pocas posibilidades de adaptación gráfica. Sencillos bocetos eran convertidos en sencillas figuras basadas en cuadrados para dar vida a sencillos héroes. Así, con apenas un espacio de 12x16, se le daba vida al ícono de los videojuegos, Mario, el resto del proceso corría a cargo de la imaginación. ¿Entienden? Cuatro pixeles juntos igual podían ser una bala, una pelota, una estrella del universo o hasta un edificio (visto desde una distancia muy considerable, claro).
En la actualidad los videojuegos están construidos en su mayoría con espectaculares gráficos en 3D, modelos de personajes que fácilmente se pueden confundir con alguien real (de hecho, estuve años de novio con Lara Croft, pero me dejó con un reclamo de que “no teníamos piel”) y con una gama de colores tan impresionante que dejan ver a una aurora boreal como dibujo de pre-escolar a base de crayones. Ok, hay que mostrar de alguna forma el poderío de una computadora (si no, dónde ponemos a Gates y a Jobs), pero no es el mismo encanto que en antaño.
Al igual que las comidas pre-fabricadas que ofrecen algunas grandes cadenas de restaurantes (llamémosles así solo por hacerles un favor) no tienen la misma sensación en el paladar que una comida preparada a mano detalle por detalle. Así es para algunas personas el apreciar el antiguo arte de dar forma a una historia cuadro por cuadro.
Lo acepto, el realismo te mete más en el juego. Sobre todo si se trata de uno de fútbol, donde distraídamente podés pasar frente al televisor, ver el sudor en la frente de Messi y exclamar: “Pero si hoy no juega el Barcelona, qué mier...” seguido de un silencio incómodo al darte cuenta que tus primos te gritan un sonoro: “Salite del medio o te doy con el control en tus órganos reproductivos” (tengo unos primos muy educados).
Este director, Bartís, con su voz de ruptura (él mismo terminó por temer que alguien lo fuera a trompear) nos hizo reflexionar: Un tipo que piensa su práctica desde el teatro mismo y es capaz de teorizar sobre él. Un tipo que hace la democracia oponiéndose al concepto de “puesta en escena”, porque poner en escena un sentido anterior a ella es coartar la libertad del actor. Y sin actor, no hay teatro. Un tipo que reniega de los efectos innecesarios, como ponerle harapos al espectro del padre de Hamlet, iluminarlo con una luz verde y hacerlo hablar con voz grave.
Pero no para todos los videojuegos aplica. Hay videojuegos de fantasía que con solo ver el trabajo que se le ha invertido al diseño de los personajes y la manera en que el artista (porque no se le puede llamar de otro modo) ha trasladado los bocetos iniciales a un monitor, no queda más que apreciar cuadro por cuadro la verdadera evolución de una técnica que no nació siendo en tres dimensiones.
Para los nostálgicos, la honda y las bolitas. Que ya eran 3D desde pibes, y sin ridículos anteojos bicolor.