Quedan los artistas
Empiezan a llegar los artistas. Los actores y bailarines. Algunos llegan pintados, hasta peinados. Todos caminan como Pedro por su casa. Son personajes, pero personas normales. No tienen una sonrisa pintada, es real. Se hacen chistes, se ríen, toman mate. Se preocupan porque todavía no están maquillados. Algunos corren porque aún no se han probado su traje. Cenan.
Y nadie es más que nadie, sentados en el piso. Ni estrellatos, ni favoritismos. Yo pienso, no sin conciencia de mi cursilería, que ellos son la metonimia del sol. Son el sol y son parte del sol. Son, como el sol, en un día de playa, donde nos llena el mar, donde no es protagonista, pero es indispensable.
Una procesión multitudinaria
Mientras pasa la tarde el cerro se va pintando de gente. Hace un rato, ya había cuadras y cuadras de cola por la Central, esperando para entrar. Algunos hacen fuego para el asado; la policía les pide que apaguen las fogatas, pero el cerro es de ellos. Y se hace la hora (puntual, raro para los sanjuaninos, pero no hay que hacer esperar a la televisión pública) y empieza la función. Reinas que se van, reinas que vienen. Llantos. Etcéteras. Se apagan las luces y llega la fiesta.
Una pareja dispareja (subtítulo trillado, trilladísimo)
Sale Baco desde allá atrás, en un carro, bien griego con su peplo blanco y los típicos laureles dorados, sus epítetos con “¡oh!” y su lenguaje de traducción clásica de poema homérico. Y de acá le grita una mujer (por ahora es sólo una mujer) un “¡niño!” bien sanjuanino.

La escucho y es sólo una mujer, pero al verla, sin saber todavía en qué se va a convertir, me maravilla de su pose de reina. Con un vestido que viene de la madrastra de Blancanieves de Disney, un cuello alto que le enmarca la cabeza y varias sedas plisadas para la pollera. Se presenta como la Cepa Madre y ahí veo esos detalles del vestido que le llegan a las manos, esas cepas que le nacen en los brazos.
En ellos nace una historia, un mito antiguo se condensa con uno nuevo. Entre balcones y destiladores gigantes, un Baco sufre por no tener más cepas en Grecia y una Madre Cepa lo consolará paseándolo por una fiesta en honor y gracias al vino.
Una genealogía del vino
Y si, nuestras cepas, como tantas otras cosas, han venido con la conquista. Así que, nos vamos a Europa. Y nos vamos de la mano de la música. En tres cuadros, tres artistas populares (claro, la fiesta es popular y se nota) cantan el vino de Francia, de España y de Italia.
...Ya en el escenario, saludan y se pelean por ser una más que la otra. A la hora de la elcción, claro, la única que festeja es la elegida, mientras las demás, de os pelos, lloran ¡fraude, fraude!...
La cepa francesa, muy parecida a Edith Piaf, canta sobre la poda como si fuera “Non, je ne regrette rien”. Se presenta con la Torre Eiffel de sombrero y un vestido negro que la dibuja. Y la actriz la encarna en un trabajo corporal lleno de detalles: una pequeña joroba, el pecho para adentro y los brazos doblados a medio levantar. Hermosa. La española llega con las Azúcar Moreno. A puro lunar y volado, sacando pecho, las dos bailarinas se vuelven Encarna y Toñi al ritmo de “Devórame otra vez”. Para finalizar, la cepa italiana es Rafaela Carrá.

Y con su famoso “cero tres, cero tres, cuatro, cinco, seis” bailamos los miles de espectadores. Son tres canciones que, por muchos motivos, nos pertenecen y a las cuales pertenecemos. Pero, al mismo tiempo, son tres canciones renovadas con letras nuevas que nos llevan para el lado del parral. Renovadas también porque, además de las artistas sanjuaninas representando a esas otras artistas europeas, los bailarines (de a montones) las acompañan en una peña coreográfica a todo color.
Piso el Palito
Y los bailes siguen. Debo decir que ésta es una de las pocas cosas que no me gustaron. Después de tanto kitsch italiano y español, Palito Ortega está de más, muy de más. Debe ser que me opongo hasta ideológicamente a este señor. Pero además, desde el punto de vista de la coherencia de la puesta, se pierde todo eso de lo que se trataba el espectáculo. Las europeas cantan al vino, sus canciones son parte de la fiesta y sus presencias están bien justificadas. En oposición a ellas, este Palito es el mismo de la radio, de la tele. Un Palito que canta como siempre y que dice las cosas de siempre. ¿Y el vino para cuándo? En fin, un cuadro que, a mi entender, está de más.
El vino que cura y cura
Vuelven a escena estos bailarines-actores y sorprenden a todos con una coreografía coral que no se sabe si es danza o teatro, pero no importa. Un coro de enfermos del corazón late sobre una de las terrazas del escenario y canta sus molestias. Un coro de ancianos se apoya en bastones doblegándose ante el espejo que les devuelve una imagen indigna. Un coro de engripados estornuda sus quejas.

Y a todos los salva la Madre Cepa. El vino los cura o los hace olvidar sus achaques. Y vuelve a ser protagonista y hace parte a estos coros de la fiesta.
La parodia
Y claro, como en las mejores manifestaciones de la cultura popular, no puede faltar la parodia. Traemos a escena algo ya conocido y se vuelve humorístico porque está sacado de contexto. Esta vez nos encontramos nada menos que con tres, una detrás de la otra: una misa, una manifestación, una elección de reinas de belleza.
Para que los enfermos y los ancianos sean aliviados con el vino, entra a escena una procesión de obispos. Con sus túnicas blancas y bordó elevan el cáliz y traen la música de un coro de fondo, voces que parecen sacadas de ultratumba, de una película de terror. Bendicen y traen ese vino bendito al pueblo. Salen de escena por la escalera de adelante y se pierden entre la gente.
Alquimia del vino
Como todo tótem vivaz, el vino soporta una mitología variada que no se perturba con contradicciones.
Por ejemplo, esta sustancia galvánica siempre es considerada como el más eficaz de los elementos para apagar la sed o al menos la sed sirve de primera coartada para consumirlo.
Bajo su forma roja tiene como su compañera muy antigua a la sangre, al líquido denso y vital. De hecho, su forma humoral no interesa mucho: es ante todo una sustancia de conversión, capaz de cambiar las situaciones y los estados, y de extraer de los objetos su contrario, de hacer, por ejemplo, de un débil un fuerte, de un silencioso un parlanchín; de allí proviene su vieja herencia alquímica, su poder filosófico de trasmutar o de crear desde la nada.
En otro momento, la Madre Cepa presenta a cada uno de sus hijos varietales. Todos bailan repartidos entre las terrazas del escenario y el escenario mismo. Pero son interrumpidos por una manifestación. Como los piqueteros que miramos por TV, salen desde atrás carretelas con carteles al grito de “patero y manzanilla, mistela y moscato”. Vinos plebeyos, vinos segregados que reclaman su lugar en esta historia. Y que se integran también.
Y sigue la fiesta del vino con la que, para mí, fue la mejor parodia de las tres. La Madre Cepa anuncia que llegó la hora de elegir a la Reina del vino. Un carro trae desde atrás a las cuatro candidatas. Tiran besos y saludan sutilmente, como esa princesa que se lastimó toda porque había un poroto debajo del colchón sobre el que había dormido. Ya en el escenario, saludan y se pelean por ser una más que la otra. A la hora de la elección, claro, la única que festeja es la elegida, mientras las demás, de los pelos, lloran "¡fraude, fraude!".
Cierre
Debería hablar de la Mona Jiménez, ¿no? No. O tal vez, sí. La Mona Jiménez cierra la fiesta con todo el mundo (yo también) bailando el cuarteto más famoso de todos los tiempos y festejando arriba y abajo del escenario. Pero mi corazón seguirá siendo de esos que salen del autódromo así como entraron, felices por la tarea cumplida, simples. Esos artistas nuestros, sanjuaninos. Esas metonimias del sol.
