Cada sanjuanino que pensó en suicidarse pensó en el Monumento al Cemento. No digan que no. Tengo una amiga que cada vez que se peleaba con el novio (siempre era uno distinto) decía que se iba a ir a tirar del Monumento al Cemento.
Quién lo hubiera dicho. Ahora parece ser un orgullo, un lema, el hongo del Valle de la Luna. Pero yo me pregunto: ¿quién piensa en los suicidas? ¿No tienen ya suficientes problemas como para que, además, les quitemos su única esperanza? Por ellos, queridos amigos, les escribo hoy. Debemos comprometernos con nuestros hermanos más necesitados.
(Si, ya sé que nadie nunca se tiró del Centro Cívico, mi amiga sigue ahí quejándose de que todosoniguales y que estesdiferente, y va a ser igual a la semana siguiente. Pero, digamos la verdad, hoy en día uno no se puede deprimir tranquilo. Con todos esos carteles de colores, con los periodistas televisivos que se mueren de risa con cualquier noticia, la marihuana legalizada. No se puede. Y el pobre de Poe ahí diciendo que la melancolía es el único sentimiento necesario para escribir literatura. No me vengan con cuentos.)
Aunque ya pasaron unos años, no me olvido de ese día. Digamos que venía del Auditorio. Silbando bajito. Cuando vi una luz entre las columnas. Una luz que se movía y era cada vez más fuerte. Me senté en el cordón de la vereda a mirar. De repente, apareció un tipo haciendo equilibrio en el borde de las vigas. Lo miraba cuando me descubrió espiándolo. No sé si decir espiándolo, porque no desvié la mirada ni me asusté cuando me “descubrió” –y no estaba cubierta-.
Digamos entonces que me vio que lo miraba. Hizo el amague de tirarse, como si estuviera sobre un trampolín. Yo seguía mirando como si aquello no fuera real –tal vez no lo era-. Creo que eso lo enojó, aunque años después todavía lo niegue. Volvió a hacer los mismos movimientos extraños. Y digo ahora “extraños” porque en un primer momento no dudé que fuera un amague de tirarse, pero ahora ya no podía estar segura de nada. Sus movimientos se acercaban a acrobacias circenses o a asanas de yoga, pero no terminaban de ser lo uno ni lo otro.
Ahorremos en detalles flaubertianos y aceptemos que, como no tenía mucho que hacer, quedarme ahí mirándolo al tipo era más o menos lo mismo que hacer cualquier otra cosa. Así es que estuvimos cerca de media hora –o más- ahí mirándonos. Él con sus medio acrobacias, yo en el cordón sentada.
En algún momento el tipo iba a reaccionar, pero como yo no lo esperaba, supongo que tenía las de ganar. Hasta que me habló. Como rendido, me preguntó si no iba a llamar a la policía o a los bomberos –en esa época eran números de teléfono distintos-. Me encogí de hombros y le dije que no pretendía hacer nada para perjudicar el acceso a sus deseos. Sólo los niños más pequeños o las señoras más añosas intentan avisarle al protagonista de la película que ése que le habla es el asesino. Y creo haber dicho ya que era una mera espectadora de todo este teatro.
Como vio que no hacía nada, vaciló unos minutos, y se bajó. Me fui antes de que terminara de bajar. Ya dije que estaba enojado.
Volvimos a encontrarnos el año pasado. Tomaba un café frente a la plaza 25 y miraba las fotos que hice una semana después del episodio del falso suicida. Pensaba que iba a encontrar a otro, o al mismo, a uno que esta vez cumpliera su cometido. Pero tenía un álbum lleno de fotos de hormigón armado y vacío.
Él entró al café, nos reconocimos, tal vez fue él, tal vez yo. El caso es que terminamos charlando. Hablamos de “todo” menos de esa noche. Él evadía el tema. Y supongo que yo prefería ese aura que le da a todo relato el silencio.