Los tanos taninos y los españoles espesos
Los españoles y los tanos. Ellos son la fuente genética y cultural. Unos laxos y otros tensos. Los que venían sabiendo y los que sabían a qué venían, pero no cómo hacerlo.
Las primeras vides en San Juan y Mendoza se plantaron entre los años 1569 y 1589. Menudo tema mudar este desierto en alunarados oasis, con el paso del tiempo. Y así fue. Algunos años después, a principios del 1600, ya había una producción de vino mayor que la que se consumía, importante, por lo que se buscó llevarlos a Buenos Aires. Las malas lenguas dicen que con el macabro plan conspirativo de iniciar un adormecimiento que, siglos después, permitiese a algún cuyano tomar la presidencia. Lo del cuyano alborotador funcionó en más de una ocasión, aunque lo del adormecimiento se cree, a la luz de los hechos, que no tuvo el mismo efecto.
La especie vitis vinífera, más tarde o temprano “vino”, había llegado de la mano de los colonos españoles y con más ahínco de los sacerdotes misioneros, que implantaron sus primeros viñedos porque lo necesitaban para sus misas, aún aquellos que poca o nula frecuencia de liturgia manifestaban.
A fines del 1800, el crecimiento de la vitivinicultura fue más veloz en Mendoza por un caudal mayor de inmigrantes que llegaban a la tierra del Aconcagua. ¿Qué ocurría? Se captaban inmigrantes de mejor manera y se había establecido una política fiscal de incentivos a la vid más satisfactoria, a la vez que allí se pagaban mejores salarios que en San Juan.
San Juan era un niño en patas a fines del 1800, con tierra en las uñas. Y en esa tierra, con esas uñas, empezó a rascar la semilla de la vid.
Para que se entienda el peso de las Constituciones Nacionales en el desarrollo de los países, la nuestra de 1853 fue decisiva en la organización de la región vinífera del país: establecimiento de escuelas de agricultura, llegada del ferrocarril y el dictado de leyes de aguas y tierras. Todo esto sentó las bases para que las nuevas corrientes inmigratorias aportasen al suelo de la región andina su fuerza de labor y su conocimiento, ya que traían consigo las técnicas de una práctica enológica más avanzada, junto con la cultura del vino fino.

Por aquella época, el crecimiento fue más veloz en Mendoza por un caudal mayor de inmigrantes que llegaban a la tierra del Aconcagua. ¿Qué ocurría? Se captaban inmigrantes de mejor manera y se había establecido una política fiscal de incentivos a la vid más satisfactoria, a la vez que allí se pagaban mejores salarios que en San Juan.
Un tema no menor era que el ferrocarril ingresaba a Cuyo por Mendoza en primera instancia. Además, el viñatero tenía una mejor aceptación social y su participación en política no era mal vista. El cultivo de trigo y producción de molinos iniciaba su decadencia. La uva tomaba la escena.
Desde aquella instalación del vino en la zona como producto del azar inmigratorio, las necesidades religiosas y el empujón desordenado del Estado, pasaron más de cien años para llegar al vino como marca país que hoy cantan fraternal y cálidamente en los comerciales televisivos.
El terroir es un espacio concreto, tangible, geográfico, que se define a sí mismo por características específicas de componentes del suelo, del aire, del agua y de la cultura que lo habita. Eso, que puede entenderse como el espíritu del terroir, se traslada a los cultivos que de él se paren.
El tridente ofensivo
Manolo Prieto, productor orgulloso de su vino y Director Institucional de Wines of Argentina, nos ilustra acerca de que "el éxito y la profusión del malbec argentino fue un trabajo muy delicado de Mendoza, entendiendo no sólo la técnica sino el negocio mundial del vino: seleccionaron un varietal muy cuidadosamente, que casi no se cultivaba en otro lugar del mundo y que se da muy bien en nuestras tierras para desarrollarlo fuertemente".

En estos días, tenemos la sensación de que exportamos vino desde la uva primigenia de estas tierras. Pero el circuito internacional del vino argentino, y en particular del sanjuanino, es muy reciente. "El primero que exportó en Argentina fue Peñaflor y no hace tantos años, en la década del 70. De esto se deduce que la relevancia del vino argentino a nivel internacional es muy reciente, dado que si uno se ubica veinte años atrás, contaría con los dedos de la mano las bodegas que exportaban".
Es que desde principios del 1900 el mundo tenía países que consumían vino y los que no lo hacían. La cuenca norte del Mediterráneo era de los mayores consumidores mundiales. En ese entonces, primera parte del siglo XX, el consumo era de cien litros por persona. Estos eran vinos de muy mala calidad, sin prensa en fresco, de alcoholes altísimos, fermentados con la semilla, cosechados verdes. Lo que nosotros tomamos hoy es néctar al lado de aquellos. Así fue hasta el 1950, año en el que el consumo empieza a decaer hasta tocar un piso de treinta litros por persona a nivel global, sin excepción. Pero también cambian los vinos. Ahora de esos treinta litros, una gran parte es vino fino, mientras sigue cayendo el consumo de vinos comunes".
En este campo, el trabajo de la organización de promoción, formada por diferentes empresarios y productores, con la participación de gobierno mediante sus agencias de promoción, Wines Of Argentina, permitió definir al malbec como cepa insignia, acompañado por el torrontés, próximo buque de guerra del vino argentino en los campos de batalla de los bebedores ávidos de varietales y terroir. Parece que el que se acerca con probabilidades de sumarse y armar un tridente ofensivo vernáculo es el bonarda. Aunque es en los dos primeros sobre los que se hace más hincapié en los mercados destino actuales.
Ahora, contame una de terroir
El terroir es un espacio concreto, tangible, geográfico, que se define a sí mismo por características específicas de componentes del suelo, del aire, del agua y de la cultura que lo habita. Eso, que puede entenderse como el espíritu del terroir, se traslada a los cultivos que de él se paren. Por esto, y en el vino específicamente, no existen, para una misma variedad, dos terroirs iguales. El syrah de Caucete no será el mismo que el de Pocito, o el de Pedernal.

Algo se intentó hacer desde la industria, reservando para cada lugar el derecho intransferible de nombrar sus vinos como sus geografías. Eso era la Denominación de Origen: "...Denominación de origen (D.O. o D.O.C., en Francia Appellation d'Origine Contrôlée, AOC) es un tipo de indicación geográfica aplicada a un producto agrícola o alimenticio cuya calidad o características se deben fundamental y exclusivamente al medio geográfico en el que se produce, transforma y elabora..." (según la religión wikipedista).
Esto es glamour, fantasía. Cuando ofrecés una botella de vino, estás vendiendo un cuento. Y para tener un cuento y poder contarlo, tenés que tener raíces de cuento, tenés que creértelo. Por eso los tanos funcionaron tan bien, porque eran fanfarrones, estruendosos, cuenteros
Pero quizás lo más bohemio, trascendental o metafísico del significado del terroir y que no está contenido en la D.O.C., es que contiene la cultura que lo habita. Y eso se traslada a las características de los productos de la tierra. "Los vinos tienen incorporados el carácter y las costumbres de quien los elabora", reza el terroir. Era cuestión de esperar sentado: la globalización lo usó y extendió, aunque escondiendo su real significado.
A menudo consumimos cosas sin saber de dónde vienen, quiénes las cosecharon, cómo es la gente del lugar o si las casas de allí hacen esquina con ancianos en zapatos de cuero y parejas apretando contra los carteles. No tenemos tiempo ni información suficiente para entender dónde se origina aquello que nos metemos a la boca y le damos un empujón con el paladar hasta el fondo. El fondo de la angustia. Cuando el hambre es la escena, no hay terroir que le agregue subtítulos. Pero en un mundo gourmet: ¿por qué estandarizar la experiencia del sabor, del gusto? La respuesta podría buscarse en la necesidad de que el ciudadano global encuentre que todo sabe igual, sin importar dónde se use la lengua.
Claro que la globalización, entre aportes positivos, profundizó otras cosas que no lo son tanto: la alienación fue una de ellas. El uso y la usurpación de la tierra, la transformación de lo que era de algunos, su cultura y frutos, en algo que ahora debe ser para la humanidad toda
Explica Roland Barthes en su Mitologías que: "...La mitología del vino puede hacernos comprender, por otra parte, la ambigüedad de nuestra vida cotidiana. Porque es cierto que el vino es una sustancia hermosa y buena, pero no es menos cierto que su producción participa sólidamente del capitalismo francés, ya sea el de los bodegueros o el de los grandes colonos argelinos que imponen al musulmán, que no tiene pan para comer, una cultura extraña en la misma tierra de la que se lo ha desposeído. Existen, de esta manera, mitos muy simpáticos pero no tan inocentes. Y lo característico de nuestra alienación presente es que el vino, justamente, no pueda ser una sustancia totalmente feliz, salvo que uno, indebidamente, olvide que él, también, es producto de una expropiación".
En la búsqueda del terroir de San Juan, Manolo nos contaba que "esta provincia, por una cuestión climática, se distinguió desde el inicio por el vino blanco común. Para tener aroma te hace falta tener mucho sol, diafanidad. Las hojas, en un parral, funcionan como un gran panel solar trasladando esa energía a las uvas. Y en San Juan, a diferencia de Mendoza, hay más sol y durante más tiempo. Por eso crecieron las moscateles y las uvas que perfumaban el vino. Esos eran los vinos blancos comunes. En cambio, un vino blanco fino como un chardonnay o un sauvignon blanc, requieren más horas de frío. El sur de Mendoza, por ejemplo, es mas apropiado que San Juan para esto".
Inferencias más o menos humoradas, con el vino pasó lo mismo. El volumen mató al terroir. O al menos, lo mezcló hasta hacerlo pasar por agente encubierto, diluido, gris, aguachento
Queda claro, a esta altura, que el vino no es un compuesto químico solamente, o el producto final de un proceso de fermentación. Algo supraterrenal gira de la mano de los duendes del vino.
"Esto es glamour, fantasía. Cuando ofrecés una botella de vino, estás vendiendo un cuento. Y para tener un cuento y poder contarlo, tenés que tener raíces de cuento, tenés que creértelo. Por eso los tanos funcionaron tan bien, porque eran fanfarrones, estruendosos, cuenteros. Porque eran capaces de armar una historia y creérsela ellos primero. Y eso, tarde o temprano, llega a los vinos".
Aquí, con Manolo y sus cuentos de tanos, sobrevuela el fantasma del terroir. Que aún no termina de definir si se va a afincar acá o va a pasar de largo.

Hace años, ser hincha de un club de fútbol o fóbal era ser hermano de barrio de los que jugaban allí. No había jugadores golondrina, o manpower deportivo. Querías a un club porque en ese club residían sueños territoriales, amigos de la esquina y tardes de domingo en la cancha, con caras conocidas y perfume a barrio, a comunidad, a cercanía. El club, manifestación social de las peores miserias y las mejores virtudes, era un sistema social dinámico, virtuoso: ahí estaban todos, unidos por un hilo imaginario que los enhebraba. Los ataba y ensartaba como salchicha social. Había, en esa dinámica, un llamado al tradicional concepto de comunidad: "Una comunidad es un grupo o conjunto de individuos, seres humanos, o de animales (o de cualquier otro tipo de vida) que comparten elementos en común, tales como un idioma, costumbres, valores, tareas, visión del mundo, edad, ubicación geográfica (un barrio por ejemplo), estatus social, roles. Por lo general en una comunidad se crea una identidad común, mediante la diferenciación de otros grupos o comunidades (generalmente por signos o acciones), que es compartida y elaborada entre sus integrantes y socializada. Generalmente, una comunidad se une bajo la necesidad o meta de un objetivo en común, como puede ser el bien común; si bien esto no es algo necesario, basta una identidad común para conformar una comunidad sin la necesidad de un objetivo específico."
Con el tiempo, los clubes se volvieron organizaciones meramente económicas, con fines de lucro expuestos u ocultos. Los pibes emigraron de los barrios, los grandes tenían mayores ocupaciones y ya no había demasiada materia prima para llevar a las inferiores. Claro, el dinero estaba en los torneos más grandes, más importantes, más nacionales. En otras copas, no las de vidrio con tinto. El objetivo era el éxito, y el éxito era dinero.
El vino debía ser varietal, porque eso alineaba las uvas y su denominación de manera global. El vino debía saber a madera, eso alejaba del terroir. El vino como hambuguesa. La uva por millones de toneladas, de centenas de lugares distintos. Más que vino, lo que obtenés es una especie de transformer.
En ese contexto, ya no había comunidades tradicionales sino una integración variopinta de personas de diversos orígenes, algunos con estadía pasajera, esencialmente insertos en un sistema de rentabilidad económica bajo el concepto de "rinde deportivo": el jugador tiene una vida económica próspera sólo algunos años, tenemos que maximizar los resultados. Para él y el ecosistema que éste alimenta: representantes, amantes, ex-esposas, padres, primos flojos de papeles y sobrinos soñadores de la redonda.
Inferencias más o menos humoradas, con el vino pasó lo mismo. El volumen mató al terroir. O al menos, lo mezcló hasta hacerlo pasar por agente encubierto, diluido, gris, aguachento. Cuando los volúmenes de producción demandaron más uva que el que los pequeños productores podían ofrecer, todo se transformó en decidir si se vendía y compraba la uva o el caldo. Claro, el syrah de Albardón no es lo mismo que el de Caucete ni el de Pedernal. "Inclusive no es la misma la uva entre campos aledaños" remarca Oscar Biondolillo. Entonces no hay ya posibilidad de mantener el espíritu de la tierra original, (cuando se mezcla el terroir de Albardón, Caucete y Pedernal), sino que el espíritu es inyectado por el enólogo, por el proceso, por los químicos. Es la alquimia forzada, la ingeniería química, la mano del que acomoda el fruto y sus jugos. Uvas de acá y de allá, semillas y hollejo, soles de distinta intensidad, aguas de mayor tenor de mojada, sistemas de riego y sombra sesgadas sobre la parra. ¿Qué sabemos de dónde y cómo? Está mal. ¿Está mal? No, pero ¿qué está mal o bien hoy, en este mar de relatividad absoluta?
Simplemente, no es el mismo vino, las mismas características del terroir, las mismas cualidades. Son otras, en donde el proceso vale más que los componentes. Para la mística del vino, se ha perdido Baco para ganar Apolo. La claridad del proceso por sobre el espíritu de la celebración de la tierra.
¡Hacelo vos, hacelo vos!
De pibe creció en una familia fuertemente ligada al vino, entre uvas y bodegas. Es enólogo por partida doble: por la Escuela de Enología y por la Licenciatura. Ya de grande, Oscar Biondolillo pasó por Gancia, Luigi Bosca, Graffigna, Callia. Linda colección antes de recostarse sobre su actual proyecto: Aguma Casa Vinícola. En ese trayecto tuvo que batallar, mucho que aprender y también maldecir con las multinacionales del vino. Entre ellas estaban Rumasa, Allied Domecq -más tarde incorporada a la larga lista de adquisiciones de Pernod Ricard- y hasta Banco Galicia y SOCMA mediante el grupo Galicia Advent, quienes fueron propietarios momentáneos de Graffigna.
Aunque suene exagerado, empezó a tomar vino de niño, cuando era lo que se estilaba, como muchos de un par de generaciones atrás. "En mi caso las tradiciones del vino en la familia estaban incluidas desde muy temprano en lo cotidiano. Mis padres me permitían tomar vino desde muy pequeño, siempre con soda, pero sin miedo al vino".

Con el tiempo viró, de consumidor a consumido. De observador y estudioso crítico del proceso, a elaborador responsable de los aromas y la lengua del que bebe.
"Una vez que estuve de este lado del proceso del vino, dejé de culpar a los enólogos por los vinos que no llegan a ser del todo buenos". Una gentil manera que muestra Oscar de amigarse con los suyos y de no usar la palabra "mala calidad" para referirse al vino que, individualmente, subjetivamente, fácticamente, puede no saber bien.
No se lleva bien cuando uno dice "vinos malos" o "vinos buenos".
"Yo soy cuidadoso con lo de segmentar a los vinos por buena y mala calidad. Creo que el público que consume vino es cada vez más exigente. Aún en los vinos baratos argentinos tenés muy buena calidad, inclusive cuando hablás del tetra. Hay vinos de otros países como Francia, que si probás lo que llaman los vinos país, te encontrás con un vino muy malo".
Frondoso prontuario profesional el de Oscar, que no lo hizo, sin embargo, claudicar en su sueño. "Antes de irme de Graffigna ya teníamos este proyecto de Aguma. Era un emprendimiento familiar –y lo sigue siendo- que atendía mi esposa y yo me sumaba en tiempos adicionales, cuando tenía disponibilidad. Empezamos con una capacidad de veintidós mil litros, en seis tanques".
Como todo enólogo, siempre soñó con su vino. Aparentemente esta especie tiene dos grandes sueños en su vida: tener hijos propios y tener vinos ídem. "Vino propio es cuando tenés tu marca. El sueño del vino propio es tu botella, tu marca, tu nombre en él. Cuando digo que los enólogos soñamos con el propio vino, hablo del producto propio, no del que uno elabora para terceros, que si bien tiene tu impronta, no es específicamente tuyo".

"En este campo, la ventaja de hacer lo mío es que las presiones comerciales me las pongo yo. Antes creía que el enólogo era el responsable de un mal vino. Hoy sé que el enólogo está bajo presiones comerciales del estilo de hay que sacar el vino sí o sí porque perdemos la venta, hay que envasar igual aunque le falten meses de barrica. Cuando se entra en esa vorágine, podés lanzar un producto que en lo personal no te deja conforme, y ahí va tu nombre".
Considera que el rol de su profesión se ha ido revalorizando con el tiempo, de manera de hacerlo imprescindible ya no sólo en una parte, sino en todo el proceso. "El enólogo da un toque personal al vino que nunca podrá ser sustituido y hoy se está valorando más. Antes eso no pasaba. Ahora participa en todo el proceso y su involucramiento de principio a fin es cada vez mayor. Antes no pisabas el viñedo, tu laburo empezaba desde el lagar; como tampoco participabas de la parte comercial".
El hacedor, el empresario y el romántico del vino. "A esta industria yo la quiero mucho, pero la respeto el doble. Soy muy precavido en cuanto al crecimiento. Si te desborda el crecimiento podés generar una caída en la calidad, como les ha pasado a algunos en este mercado. Y para estar en esto hay que conocer, ya que no siempre aplican las generales. A menudo vemos como algo común que, cuando a un gerente exitoso de un tipo de negocio lo pasás a otro rubro, los tipos siguen siendo buenos. En la enología he visto muchos casos que refutan este empirismo. Muchos han fracasado, porque es una industria muy particular".
El enólogo se sabe importante, definitorio en la mezcla caprichosa de los frutos, los caldos y en la predeterminación de los agentes externos que mejor funcionen en la magia. Son magos, sin duda, que participan del proceso de transformación de la uva en oro líquido. Y, oh casualidad, el que transformaba en oro lo que tocaba era Midas, que había sido dotado de tal virtud –aunque incómoda para la hora de la comida- por un tal Dionisio. Claro, Dionisio era Baco. Y Baco, en la mitología griega clásica, era el dios del vino. No es de retorcido, pero todo tiene que ver con todo.
La globavinización
Robert Mondavi fue un agricultor vitivinícola estadounidense, del valle de Napa, quien tuvo la visión de que sus vinos fueran algo similar a una manta global: cubrir el mundo de la cabeza a los pies. Llegó a vender 120 millones de botellas de vino, generando más de 500 millones de dólares. Números que le harían temblar la Casio científica al mismísmo Warren Buffet.
En el medio de su crecimiento, tuvo un rol decisivo la apertura de Estados Unidos al universo del vino, dentro de la categoría “el nuevo mundo”. Tiempos de nuestros amigos Reagan y Thatcher, o Ronaldo y Margarita, como gusten.
En aquel entonces, nuestros queridos amigos del norte impulsaron algunos conceptos que los buenos snobs actuales del vino nos encargamos de reproducir incansablemente: varietales, madera, cereza, violeta, frutillas, chocolate. “Descriptores”, dirían los que tienen el póster con las fotos de todas las posibles reminiscencias de aroma, color y sabor de los vinos.
El vino debía ser varietal, porque eso alineaba las uvas y su denominación de manera global. El vino debía saber a madera, eso alejaba del terroir. El vino como hamburguesa.
...el aporte de Michael Rolland ha sido definitivo para la industria del vino local, ha contribuido de manera importantísima para la inserción de los vinos argentinos en el mundo...
La uva por millones de toneladas, de centenas de lugares distintos. Más que vino, lo que obtenés es una especie de transformer.
Y no hay necesariamente una conspiración. Pero permítanme sospechar de la inocencia del impacto de las grandes estrategias de mercado en la tierra plana de Thomas Friedman y los efectos de la globalización en los regionalismos.
El documental de Jonathan Nossiter, Mondovino, es una fresca muestra de lo que pasó con la universalización el vino en los últimos treinta años, desde que las potencias económicas decidieron meterlo en el canasto global. Allí se destaca Michael Rolland, consultor experto en vinos que transita de campiña en campiña europea, asiática o americana, de viñedo del sur en viñedo del norte, dando instrucciones precisas (¡todos a micro-oxigenar!) para obtener vinos que luego ocupen lugares privilegiados en los comentarios y puntajes de Robert Parker, crítico estrella de vinos de la revista Wine Spectator. Inocentemente, la dupla Rolland-Parker conforma una pareja inquebrantable en eso de poner en la lengua de los sibaritas lo que ellos consideran, a su exclusivo criterio, los mejores vinos del mundo.
Rolland dice: “Yo soy francés, pero mi segundo país es la Argentina. Estoy esperando lo mejor para el vino argentino, como un padre espera lo mejor para su hijo.” Y me recuerda a Bono de U2 con la camiseta argentina diciendo “ustedeus van a ganar el moundial”, repitiendo tal faena unos días más tarde en Brasil con la verdeamarela. Don Michael elegió a nuestro país para su primera bodega fuera de Francia, en Valle de Uco, de nuestra vecina Mendoza. Y aún durante el 2011 seguía asesorando a Bodegas del Fin del Mundo y a veinte establecimientos más, mediante su cuerpo de enólogos especialistas contratados en Argentina. Una especie de Sai Baba del espíritu del vino. Un Dionisio portátil.
Vale, sin embargo, remarcar lo que varios wine-makers locales resaltaron “...el aporte de Rolland ha sido definitivo para la industria del vino local, ha contribuido de manera importantísima para la inserción de los vinos argentinos en el mundo”. Otros famosos sommeliers y conocedores del mundo del vino, como Jancis Robinson, han sentenciado: “él ha acelerado el proceso de elaboración de vinos en Argentina y Chile de manera significativa”.
Retomando la historia de Mondavi y su transacionalización capitalista, le cupo finalmente las generales de la ley de los negocios: a fines de 2004 la gigante Constellation Brands adquirió la bodega de los californianos. Con eso, esta última terminó de consolidarse como la productora de vinos y bebidas alcohólicas más grande del mundo. Del universo. Del sistema interestelar. Esto recuerda, en el documental Mondovino, a uno de los herederos de Robert Mondavi, manifestando el deseo de que su empresa produjera vinos en el planeta Marte. En el futuro. O en otro planeta. Quizás en muchos a la vez. Posiblemente, puedan ellos captar el terroir de Marte, y en él se adivinen espíritus que de otra manera hubiera sido imposible descubrir.


Caso digno de la psicología, el de los hijos menores de los Mondavi. Cierto excentricismo rebuscado, exaltado en una utopía snob. Matías Bruera, un autodefinido sociólogo gastronómico argentino, nos dice claramente acerca del impacto del excesivo gourmetismo en las costumbres de la comida y el vino: “El mundo gourmet anula la posibilidad de pensar el hambre. El fetichismo del gusto esconde algo que el progresismo argentino no ha entendido del todo. Lo primero que se reclamó fue distribución, que la gente pueda comer. Está bien, pero hace perder de vista la dimensión productiva, más profunda a futuro. Argentina es un país alimentariamente dependiente. Sólo dos empresas multinacionales producen 41 millones de toneladas de soja cuando antes había treinta tipos de cereales distintos. Uno no tiene ni idea de qué está comiendo. Los pequeños-burgueses verán Mondovino y saldrán horrorizados por la globalización del vino. Pero más allá de la plata que haga Michael Rolland, la verdad más terrible de Argentina es otra.
En torno al vino hay una sensibilidad particular, casi utópica, tiene una dimensión cultural que concentra todas las mitologías y que limpia las costras de todos sus personajes. Pero, en definitiva, es una mercancía más, y una que produce millones y millones de dólares. Los norteamericanos no se podían quedar afuera de ese negocio.
El mito gourmet ha resuelto el problema de la estandarización del gusto. Frente a la masificación de la comida, el gusto aparece como lo distintivo. Pero lo distintivo también se ha transformado en industria. Los chefs van a cocinar a locales de comida rápida. El mundo gourmet logra estandarizar el gusto. Dice que un vino tiene gusto a frutos salvajes, a madera, a tabaco. En Argentina hay un canal que transmite las veinticuatro horas, decenas de publicaciones, clubes del vino y del buen vivir; y todo acontece cuando la mitad de la población deja de comer”.
Vaya sabor amargo de este análisis. Pero así es la conciencia y sus rebarbas: amargas. Para esto no hay descriptores de folletín de sala de estar con analogías de arándanos.
...para el vino, levantabas del fondo del patio un par de damajuanas: una de diez litros, esa donde cabe casi casi dos veces la cantidad de sangre de un adulto, que solía ser para el tinto. Y si había lugar, una de cinco para el blanco....
Costumbres sanjuaninas
En casas de hace treinta años desembarcaban cada mañana una serie de superhéroes alquimistas, que transformaban materias primas de origen terrenal en líquidos, masas, migas o frutos de consumo diario. El vasco de la leche, el tano panadero, el criollo de la fruta. Claro, el del vino no venía a casa. Para el vino, levantabas del fondo del patio un par de damajuanas: una de diez litros, esa donde cabe casi casi dos veces la cantidad de sangre de un adulto, que solía ser para el tinto. Y si había lugar, una de cinco para el blanco. Era normal para quienes vivían cerca del centro llegarse hasta la López Peláez. Allí pasabas por caja, comprabas tu estampilla de acuerdo con el vino y la cantidad, y te ibas a los que dispensaban el vino, luego de enjuagar cuidadosamente la damajuana. Y lo hacían desde la misma pileta de miles de litros, con sus canillas de acero inoxidable.
Sólo poner un pie tras la línea de los grandes portones de madera era respirar vino. Y ojo que en la López Peláez eran maestros en las técnicas de los vinos dulces: jerez, oporto, manzanilla, mistela, moscato, marsala, entre otros. Dulce de postre y postre de vino. Vino para las pastas y vino para la siesta. En ese espacio albergaba impactantes fudres, así como toneles y cubas de noble roble francés de más de cincuenta mil litros, con una capacidad total que llegó a los cinco millones de litros. Suficientes para resistir firmemente los embates de nuestras damajuanas con sed.
Con la estampilla del Instituto Nacional de Vitivinicultura mojada sobre el lomo de vidrio, volvías a casa caminando con las damajuanas en la mano, apurado para sentarte en el piso a fraccionarlo con tu viejo. Embudo de plástico o de metal y botellas guardadas y limpias, con corcho o rosca. Y marche a guardar al garaje, a la pieza del fondo, al sótano o a la heladera. Fuera de la luz y del calor.
-Papá, ¿puedo tomar un traguito?
-Con soda
-Bueno, ¿me servís?
Ese placer irremplazable de moverse un casillero más hacia la adultez vinícola. Ni violetas, ni frutillas, ni madera. Tu viejo, el vino y un vaso de vidrio de color.
La mesa del mediodía y el sol de invierno horneando los almuerzos, a la espera de la entrada del viejo regresando del trabajo.
La caldera de los sueños.
Los sueños nuestros, con uva en los rincones.
